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sábado, 9 de marzo de 2013

La ciudad de los desechos

El hormigueo de hombres que viven de la chatarra muestra una ciudad en la que también ellos son considerados.

Judit Carrera. 9 de marzo de 2013

De las calles de Atenas llegan ecos de pobreza y xenofobia que la alejan de la polis que un día fundó la civilización europea. Hoy, las imágenes de una ciudad sumida en la exclusión social y la violencia son las ruinas de ese ideal de ciudad basada en la igualdad y la libertad que inspiró al resto de Europa. Los efectos de la crisis económica y el racismo son cada vez más visibles en los espacios públicos de la capital griega. Si el destino de Grecia es premonitorio del futuro de Europa, observar lo que pasa en sus calles puede ser instructivo a la hora de prever el impacto de la crisis en nuestras propias ciudades.
En Barcelona, la pobreza, que de manera más directa afecta al 30% de sus habitantes, aún no se ha hecho visible con la misma crudeza en el centro de la ciudad. El ligero repunte de los sin techo no parece proporcional al aumento de la desigualdad social que, por el momento, queda confinada en los espacios privados, donde las redes familiares siguen ofreciendo un colchón de protección.
Probablemente, el fenómeno más nuevo y visible de la exclusión social sea la presencia cada vez más numerosa de personas, en su mayoría hombres, que subsisten de los residuos que extraen de los contenedores de basura y transportan en carros de supermercado. El hormigueo de estos hombres que sobreviven gracias a la chatarra traza el mapa de una ciudad paralela, con unos circuitos más o menos visibles, y ofrece dos grandes lecciones.
Las basuras son constitutivas de todo orden social que, para sostenerse, necesita establecer fronteras claras entre lo que tiene valor y lo que es desechable
La primera es que confirma que el concepto de residuo es siempre relativo. A la basura van a parar los restos, los objetos carentes de uso o de valor, todo aquello que se ha convertido en superfluo o innecesario. Pero como señalaba la antropóloga Mary Douglas, ningún objeto es residuo por sus cualidades intrínsecas. Los rebuscadores de nuestras calles lo demuestran constantemente dando una nueva vida económica a la basura, obteniendo ingresos ínfimos por toneladas de objetos, reciclando materiales o arreglando electrodomésticos y aparatos tecnológicos que, a pesar de haber sido programados para ser obsoletos, acaban renaciendo en países en desarrollo.
Que las basuras tienen valor también lo sabe el Ayuntamiento de Barcelona, que en el año 2011 dejó de ingresar dos millones de euros por la disminución de los residuos debida al descenso de la actividad económica pero también, atención, al robo de lo que una vez lanzado al contenedor pasa a ser “propiedad” municipal. En julio del 2012 se habían impuesto 2.000 multas por extracción de materiales de los contenedores. No están las arcas municipales para perder dinero, aunque sea a costa de tanta miseria.
Las basuras son constitutivas de todo orden social que, para sostenerse, necesita establecer fronteras claras entre lo que tiene valor y lo que es desechable, entre lo puro y lo impuro, entre lo útil y lo que debe morir. Los residuos nos dicen mucho de una sociedad. Son excedentes y, como tales, la parte sobrante de un mismo cuerpo. El problema es cuando la distinción entre objeto de valor y residuo se extiende a las personas. La creación de excedentes humanos es inherente a la modernidad, lo fue en la colonización y lo es ahora en la globalización.
Los chatarreros con carro —y esta es la segunda conclusión— prueban la existencia de residuos humanos en nuestra ciudad. Estos hombres son mayoritariamente inmigrantes, que han llegado aquí porque, como la basura, en algún sitio habían dejado de tener su lugar. Algunos llevaban años trabajando en la construcción, pero han sido expulsados porque, como la basura, han dejado de ser útiles. Hoy, en pleno corazón de Europa, estas poblaciones sobrantes son juzgadas como intrusas y privadas de cualquier derecho. En algunos casos, se les niega incluso el agua de las fuentes públicas. Molestan porque nos recuerdan la fragilidad de la condición humana contemporánea y preferimos que sean invisibles porque, como los residuos, son el espejo de nuestra sociedad.


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